André Breton Discurso pronunciado por André Breton en un mitin del PCI el 11 de noviembre de 1938, publicado en Quatrième Internationale N.º 14/15, noviembre-diciembre de 1938. Fuente: Cahiers Léon Trotsky N.º 12, diciembre de 1982. Traducción al español para este boletín por Rossana Cortéz. N.de.T. Dada la extensión del texto, editamos solamente algunos fragmentos.
Ustedes no esperan de mí un comunicado político. Cerca de tres meses han pasado desde mi regreso de México, tres meses durante los cuales la voz del camarada Trotsky llegó varias veces hasta nosotros, tres meses durante los cuales el pensamiento del camarada Trotsky, maravillosamente presto a dedicarse a cada nuevo aspecto de los problemas políticos y sociales, maravillosamente habituado a hacer avanzar un partido de la actualidad, ha logrado franquear la gran distancia que lo separa de nosotros para cumplir, en los organismos de la IV Internacional, su rol de guía genial, de guía experimentado entre todos los del movimiento revolucionario […] Entonces, yo dejaré de lado todo lo que correría el riesgo de repetirse en las exposiciones de los camaradas para dar aquí un testimonio en el plano puramente humano […] […] Ustedes me entenderán, camaradas, si les confieso que estaba ansioso porque en unos días me encaminaba hacia esa “Casa azul” de la que tanto se habló y que, en Coyoacán, es la morada del camarada Trotsky. Por más que me esforzara por informarme todo lo posible sobre su salud moral, sobre el empleo de su tiempo y también sobre todo eso por lo que él deja de pertenecer a la historia para comportarse como un hombre común, una pantalla sigue interponiéndose entre él y yo. Sobre esta pantalla se desarrollaba una vida más agitada y agitante que todas las demás, también incomparablemente más dramática. Yo me representaba a ese hombre que fue el jefe de la revolución de 1905, uno de los cerebros de la revolución de 1917, no solamente como hombre que ha puesto su genio y todas sus fuerzas vivas al servicio de la causa más grande que yo conozco, sino también el testimonio único, el historiador profundo cuyas obras hacen más que instruir, porque le dan al hombre deseos de sublevarse. Me lo imagino al lado de Lenin y, más tarde, solo, siguiendo la defensa de su tesis, la tesis de la revolución en el seno de congresos falsificados. Lo veo solo, de pie entre sus compañeros ignominiosamente vencidos, solo, atormentado con el recuerdo de sus cuatro hijos a los que han matado. Acusado del peor crimen que pueda ser para un revolucionario, amenazado en todas las horas de su vida, librado al odio ciego de aquellos incluso a los que se consagró […] […] Con el corazón latiéndome fuerte, vi entreabrirse la puerta de la Casa azul, me guiaron a través del jardín, apenas tuve tiempo de reconocer las buganvillas cuyas flores rosas y violetas cubrían el suelo, los cactus eternos, los ídolos de piedra que Diego Rivera –que puso esa casa a disposición de Trotsky- ha reunido con amor a los costados del sendero. Me encontré en una pieza clara entre libros. Y bien, camaradas, en el mismo instante en que el camarada Trotsky se levantó del fondo de esta pieza, se sustituyó a la imagen que tenía de él, no pude reprimir la necesidad de decirle hasta que punto estaba maravillado de encontrarlo tan joven. ¡Qué dominio de sí mismo, qué certeza de haber, hacia y contra todo, mantenido su vida en perfecto acuerdo con sus principios, qué excepcional coraje más allá de las experiencias, todo eso hizo que pudiera conservar sus rasgos sin alteración! Los ojos de un azul profundo, la admirable frente, la abundante cabellera plateada, el aspecto de jovencito, componen un rostro en donde se siente que ha triunfado la paz interior, triunfará siempre sobre las formas más crueles del adversario. Esto no es más que un punto de vista estático, porque a partir que el rostro se anima, que los gestos de las manos matizan con rara fineza tal o cual propuesta, se desprende algo magnético de toda su persona. Estén seguros, camaradas, que si los Estados capitalistas se han mostrado tan resueltos, tan unánimes para proscribir al camarada Trotsky y si el gobierno de Stalin no ha dejado de presionar sobre ellos para obtener esta proscripción, fue de su parte una medida perfectamente natural. Trotsky libre, Trotsky con posibilidades, por ejemplo, de hablar hoy en París en un mitin, es un estallido de la revolución que aparece de pie; es la luz del soviet de Petersburgo, del Congreso de Smolny que se levantaría en la sala. No es a los explotadores de la clase obrera a los que hay que preguntarle que consienta ese mitin. Hay que esperarlo de la clase obrera, de la clase obrera que, llegado el momento, sacudirá el yugo que la aplasta, barrerá de un golpe la podredumbre termidoriana y reconocerá a los suyos. En lo sucesivo, tuve frecuentes entrevistas con el camarada Trotsky. De la vida un poco legendaria que yo suponía, pasó para mí a una existencia más real, más tangible. No hay ningún sitio mexicano típico al que él no esté asociado en mi recuerdo. Lo veo, con el ceño fruncido, desplegando los diarios de París a la sombra de un jardín de Cuernavaca, caluroso y lleno de pájaros, mientras que la camarada Natalia, tan emotiva, tan comprensiva y dulce, me enseñaba los nombres de las sorprendentes flores; lo veo practicando conmigo el ascenso a la pirámide de Xochicalco; otro día, estábamos por almorzar al borde de un lago congelado, en pleno cráter del Popocatepetl; o bien una mañana nos fuimos a una isla sobre el lago Pazcuaro –el maestro, que reconoció a Trotsky y a Rivera, hizo cantar a sus alumnos en la vieja lengua tarasca-; o también, pescando axolotes en un arroyo rápido del bosque. No hay ninguna persona, más que el camarada Trotsky, que muestre interés por todo lo que se presenta así de novedoso, nadie tampoco, en el curso de un viaje, tan emprendedor, tan ingenioso como él. Está claro que subsiste en él un fondo infantil de una frescura inalterable. Y sin embargo, entiendan bien, camaradas, no hay una tensión de espíritu más grande que la suya: no conozco a un hombre capaz de dedicarse a una labor tan intensa y tan continua. Pero de esa labor ya se dieron tantos testimonios objetivos que creo poder pasar rápido para intentar develar el secreto de su seducción personal. Esta seducción es extrema. Una noche que había aceptado recibir en su casa una sociedad de intelectuales compuesta de unas veinte personas venidas de Nueva York, hacer una corta exposición y luego responder a sus preguntas, observé cómo, a medida que hablaba, el clima de la sala se le volvía humanamente favorable, cómo ese auditorio apreciaba la vivacidad y la seguridad de su réplica, lo veía gustoso a las bromas, gozando de sus ocurrencias. Asistí, muy divertido, a los esfuerzos que esa gente hacía por saludarlo, estrechar su mano antes de partir. Y sin embargo, entre esa gente estaba el gobernador de un Estado de América del Norte así como una mujer con cabeza de lechuza que había sido ministra de trabajo en el gabinete de Mac Donald […] […] Para terminar, camaradas, aunque esto no les interese a todos, voy a tratar sobre un tema que me afecta particularmente y que enciende mi pasión. Durante años, en materia de creación artística, he defendido para el pintor, para el escritor, el derecho a disponer de sí mismo, de actuar, no conforme a las consignas políticas, sino en función de determinaciones históricas muy especiales que solamente son competencia del artista. Siempre me mostré irreductible en este punto. En 1926, cuando quise adherir al Partido Comunista, esta actitud me valió comparecer en varias Comisiones de Control en donde me pedían, con un tono ultrajante, rendir cuentas sobre las reproducciones de Picasso, de André Masson[1] que estaban en la revista que yo dirigía. Combatí sin descanso, dentro de la AEAR[2], la inepta consigna de “realismo socialista”. Si me dediqué con continuidad a esta tarea es, a pesar de todo lo que podía venir, para preservar la integridad de la búsqueda artística, para hacer que el arte siga siendo una meta, que no se convierta bajo ningún pretexto en un medio. Esta perseverancia de mi parte no implica que yo no haya sido llevado a desesperar algunas veces, a pensar que la incomprensión, la mala voluntad serían más fuertes ¡Nos repitieron bastante, a mis amigos y a mí, que esta actitud, que a toda costa nosotros queríamos mantener, era incompatible con el marxismo! Cualquiera sea mi convicción contraria, no podía disimular que había allí un punto neurálgico, un tema de inquietud que había compartido demasiado para que no estuviera ansioso por someterlo al camarada Trotsky. Puedo decir, camaradas, que lo encontré muy abierto a mi preocupación. No vayan a creer que logramos entendernos enseguida: no es hombre que dé la razón tan fácilmente. Conocía bastante bien mis libros, insistió en conocer mis conferencias y me ofreció discutirlas conmigo. A partir de allí tuvimos algunas escaramuzas: por ejemplo, un nombre como Sade o Lautréamont[3] lo hacía enojar ligeramente. En la ignorancia que tenía sobre ambos, me hacía precisar el rol que habían tenido para mí ubicándose en el único punto correcto, en el punto de vista común al revolucionario y al artista, que es el de la liberación humana […] […] La extrema perspicacia, aunque a veces parecía mostrarse un poco sospechosa, y la perfecta buena fe que le vi experimentar en todas las circunstancias nos permitieron estar totalmente de acuerdo con la publicación de un manifiesto que dirimiera de manera definitiva el litigio persistente del que ya he hablado. Este manifiesto apareció con la firma de Diego Rivera y la mía y se titula: “Por un arte revolucionario e independiente”. Concluyó con la fundación de una Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI), cuyo boletín mensual aparecerá por primera vez a fines de diciembre. Preciso que le debemos a Trotsky, más que a Rivera o a mí la independencia total que se reivindica desde el punto de vista artístico. En efecto, el camarada Trotsky, cuando vio el proyecto en donde yo había formulado: “Toda licencia en arte, salvo contra la revolución proletaria”, nos puso en guardia contra los nuevos abusos que podría hacerse de esta última parte de la frase y la tachó sin vacilar […] […] Camaradas, tengo conciencia de haberme mostrado inferior a la ambiciosa tarea que se me ha asignado: hacer más presente entre nosotros al camarada Trotsky. Para consolarme, recuerdo una conversación que tuve hace algunos años con André Malraux, que volvía de un viaje a la URSS. Me contó cómo, durante un banquete de bienvenida en el que iba a hacer un discurso, comentó que iba a citar a León Trotsky, y como sintió enseguida que la atmósfera se hacía pesada, lo miraron de arriba abajo, vio que algunos de sus vecinos de mesa se levantaban y se alejaban con intención manifiesta: cómo, por un momento, había temido por su vida. Me confió incluso que sólo había pensado deber su saludo a una súbita inspiración, como uno tiene a veces ante un peligro, y dice una frase para sorprender, para intimidar a aquellos que estaban listos para la agresión. Lo que me sumergió, lo que aún me sumerge en el estupor, no es tanto esa escena como evento trágico que desde entonces se podía corroborar, sino la conclusión a la que había llegado Malraux. Según él, no había, bajo ningún pretexto, en ninguna circunstancia, que pronunciar el nombre de León Trotsky. Pronunciarlo equivalía, parece, a exiliarse de la actividad revolucionaria tal como puede, en las abominables condiciones actuales, llevarse adelante. ¿Vieron algo así camaradas, es posible que el instinto de conservación dicte a los intelectuales semejante renuncia a su pensamiento? ¡Sé, creo que a André Malraux no le falta valor! El nombre de Trotsky es por sí solo demasiado representativo y demasiado exultante para que uno pueda callarse o contentarse con murmurarlo. No nos detendrán, lo blandiremos y lo gritaremos a las orejas de los perros de todo pelaje. Tanto en los cuerpos destrozados de los jóvenes de España y en todos esos hombres que caen día a día para que triunfe la España obrera, como en los cuerpos de los revolucionarios de Octubre, como en el de nuestro camarada Sedov[4], asesinado en una clínica, como en el de nuestro camarada Klement[5], que la policía francesa no quiere reconocer cortado en pedazos, es necesario que mantengamos la consigna: “¡No pasarán!”. Saludo al camarada Trotsky, magníficamente vivo y que verá nuevamente llegar su momento, saludo al vencedor y al gran sobreviviente de Octubre, saludo al teórico inmortal de la revolución permanente.
[1] Pablo Picasso (1881-1973) y André Masson (nacido en 1896) estaban ligados a los surrealistas. [2] La AEAR era la asociación de escritores y artistas revolucionarios. [3] Donatien de Sade (1740-1814), conocido como marqués de Sade e Isidoro Duchase, conde de Lautréamont (1663-1723) son considerados como los precursores del surrealismo. [4] León Sedov (1906-1938) era el hijo mayor de Trotsky. Murió de manera sospechosa en una operación de apendicitis en una clínica que pertenecía a los rusos blancos, en el mes de febrero de 1938. [5] Rudolf Klement (1910-1938), secretario administrativo del secretariado internacional había “desaparecido” y pedazos de su cadáver fueron encontrados en el río Sena. |